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sábado, 10 de marzo de 2018

Reflexión del día. Las suelas de goma negra.

Me crié sin lujos, nunca tuvimos juguetes caros, pero en la mesa no faltó comida y la ropa aunque la mayor parte de las veces era usada, era bastante para ir decentemente vestidos. Mis padres eran humildes, de la clase trabajadora, como Reverte diría , de infantería. En especial mi viejo, era un tipo hábil con las manos, era capaz de arreglar casi cualquier cosa y sacar dinero de debajo de las piedras, igual iba a pescar, que quemaba cables para vender el cobre en la chatarrería, que instalaba antenas o montaba una cocina.

Su profesión era de ebanista y charolista, trabajaba muy bien la madera, barnizando no tenía precio, cogía el tinte y el alcohol y los iba mezclando, y a base de muñequilla que el mismo se confeccionaba y mucha paciencia, dejaba una puerta o cualquier mueble como un espejo.

Yo nací en Sevilla, por que se mudaron a la capital hispalense, para trabajar en una fábrica de muebles, ahí ahorraron dinero para volver a Ceuta y estuvimos de alquiler en una barriada en las afueras de la ciudad, a las faldas del monte Hacho, la barriada del Sarchal, una casa de dos pequeñas habitaciones, sin agua corriente ni alcantarillado. La primera habitación era cocina, sala de estar y recibidor, todo en uno y en la otra habitación, dormíamos todos, un armario, cama de matrimonio, litera para los dos hermanos y un baúl, apiñados como en lata de sardinas. A la hora de usar el baño, teníamos que salir a la calle, como en las pelis del oeste, un pequeño cuartillo donde tenías que entrar agachado, con la entrada tapada con una cortina y un cubo en medio, como asiento para poder cagar o lo que terciara, luego el contenido se encargaba mi madre de tirarlo lejos de casa en el monte. Por supuesto nada de agua corriente, había un grifo de agua potable para toda la barriada donde se juntaban las amas de casa con garrafas de plástico, para llenarlas y llevarlas de nuevo a casa. Los caminos y calles de tierra y los vecinos, todos trabajadores, como nosotros.

El baño era los sábados por la tarde, en un barreño de cinc, el agua se calentaba en una olla y con la misma había que aprovechar para los dos hermanos.

Nuestra vida era feliz, poco teníamos, pero lo suficiente para no pasar calamidades, ni necesidades.

De entonces recuerdo que a mi padre, siempre le gustó el tema ese de tener animales, era muy aficionado al silvestrismo, eso de coger pajarillos con una red, para cantar, cruzarlos y criarlos, antes por supuesto no había la legislación de ahora y cualquiera podía ir al campo y coger pájaros. Además le gustaban los animales de corral, las gallinas, palomas, conejos y para ello construyó con puntales de obra, de los que se usaban antes de madera y un buen puñado de tablas, un gallinero, con conejeras y algunas palomas, que entraban y salían libremente por un agujero. Lo que mas recuerdo de su construcción, era la puerta, confeccionada con unos largueros cruzados y tablas, la guinda del pastel la constituían las bisagras. Observé un día, que mi padre llevaba unas suelas viejas de unos zapatos, eran de goma negra y se las había encontrado seguramente en la playa, pues estaban limadas del roce con las piedras y la arena de la orilla y tiempo a merced de las olas. Yo que siempre andaba en pos de él, le pregunté que para que era eso, me dijo: "Ahora lo verás", cogió el martillo unos clavos y se dirigió al gallinero, clavó una suela al marco de la puerta, luego la puerta la encajó en su sitio y le puso algo debajo para que no rozara el suelo, luego la otra punta de la suela la clavó en la puerta, mas abajo hizo los mismo con la otra y seguidamente abrió y cerró la puerta para comprobar que encajara bien. Claro, yo flipaba mientras el reía.

Mi viejo murió en el noventa y nueve, con cincuenta y nueve años de edad de un infarto.

Esas y otras muchas cosas aprendí de mi padre, gestos, manías y formas de hacer las cosas que con el tiempo he asimilado como mías. El martillo que usó ese día aún lo conservo, unas tenazas, tijeras de chapa y alguna que otra herramienta, que cuando tomo en mis manos , hacen que un recuerdo de cariño vuelva a mis pensamientos.

Al fin y al cabo, somos lo que somos, por que alguien nos inculcó unos valores y una forma de enfrentarnos al mundo, y es que no hay semana que no me acuerde de él, sobre todo cuando tengo entre mis manos ese viejo y gastado martillo.

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