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martes, 19 de julio de 2022

La huida.

Esta mañana me desperté con un sueño muy vívido y antes de que se me fuera de la cabeza, me senté a escribirlo, espero que os guste.



Lo logramos, conseguimos salir del complejo, el Sol lucía un poco, pero no hacía calor, Luis me miró interrogante,- ¡Y ahora qué!-

Lo miré con desesperación en la mirada, nos encontrábamos en el perímetro de la finca donde nos habían tenidos secuestrados, estaba rodeada por una valla de malla de acero galvanizado, parecida a las de las prisiones, coronada por una alambra de púas, en muchos sitios oxidada, por la acción del mar, que se veía allá abajo del monte donde estábamos y donde la marea baja, dejaba una gran franja de costa al descubierto, la luz solar reflejaba destellos en el agua.

Era ahora o nunca, - Vamos- le dije, - Saltemos la reja y huyamos antes de que se den cuenta de nuestra ausencia- . Corrimos los escasos metros que nos separaban de la valla y con sorpresa y temor, los vimos. Eran dos, uno vestido a la europea, con vaqueros y un polo rojo, desvaído por el sol y zapatillas deportivas, el otro de más edad, con una especie de zaragüelles y túnica árabe y un pequeño turbante, con un palo en la mano, los acompañaba un perro de aguas de color marrón, que corría junto a ellos. Desde esa distancia se les oía gritar y el perro empezó a ladrar.

Empezamos a correr para saltar hacia la libertad, antes de que nos cortaran el camino, entonces comprendí que nos darían alcance antes de lograrlo, en ése momento le dije a Luis, - Corre tú hacia arriba, donde se ve aquella puerta pequeña en la reja y yo saltaré por aquí, al menos los dividiremos.

Efectivamente, los vigilantes al ver a Luis corriendo en sentido contrario, pararon un momento como sin saber a quién perseguir, decidieron que yo estaba más cerca y era una presa más fácil, en ése momento yo ya estaba encaramándome en la reja, por un lugar donde el alambre de espino estaba más deteriorado por el óxido y con mucha suerte por mi parte, salté al otro lado sin lastimarme las manos con los alambres en punta. Miré hacia arriba en la cuesta y los dos perseguidores empezaron a correr tras de mí.

El monte no era demasiado empinado, árido, de matojos que no levantaban un palmo del suelo y con algunas zonas de grava oscura. Mi pensamiento estaba sólo en huir, corrí cuesta abajo a tumba abierta, el suelo pasaba veloz bajo mis pies y en mi pensamiento sólo había una cosa, ¡No resbales!, ¡No tropieces!, fui adquiriendo una velocidad vertiginosa, por el rabillo del ojo vi que mis perseguidores corrían en ángulo, para intentar interceptar mi trayectoria y aunque algo alejados, iban ganando terreno. Aumenté mis zancadas, al menos el perro no corría hacia mí, pues me hubiera alcanzado antes, iba al lado del más viejo corriendo a la par, por su vestimenta no podía correr tanto, lo que me daba cierta ventaja.

Corría, si, corría como alma que lleva el diablo, sin pensar si me podía caer, la arena oscura de la playa estaba cada vez más cerca, con alivio comprobé que mis perseguidores iban quedando atrás, sin atreverse a correr como lo hacía yo, a un todo o nada. La playa estaba al alcance de la mano y por fin logré pisar su arena. No estaba tan blanda como me pensaba, pero si mucho más que el monte que había dejado atrás, la marea en ése momento estaba bastante baja y el agua lamía cansinamente la orilla allá a lo lejos. Hacia allí corrí, por buscar suelo más firme.

Cuando pisé la zona húmeda de la arena, mi carrera se hizo más regular, más rítmica, tenía que aumentar la distancia con los dos perseguidores y aunque en la playa no había donde esconderse, si podría dejarlos bastante atrás y hacer que desistieran, aunque sólo fuera por cansancio, de su persecución.

De refilón los vi con el ojo derecho, allí estaban esos malditos, subestimé sus fuerzas, seguramente estaban curtidos por andar todo el día por caminos y trochas y adiviné su maniobra, como sucedió antes, corrían en diagonal y no tras de mí, para cortarme el paso más adelante y aunque se notaba que no eran corredores, su ritmo si era bueno y constante. Me maldije, a mí y a mi mala suerte.

Yo no paraba de correr, también a buen ritmo, aunque la sed se iba notando, mis captores precisamente no se prodigaron en la cantidad de comida y agua que me dieron en mis días de cautiverio. Al menos era de mañana y el Sol no apretaba.

El cansancio empezó a hacer mella, los maldije y para colmo observé como azuzaban al perro, que aumentó la velocidad y se acercaba a ojos vista hacia donde me dirigía, en pocos segundos me tenía a su alcance, me dije que éste era el fin, ya me tenían, como último recurso, cogí en cada mano un puñado de arena mojada, para darle más peso a mis puños y cuando el perro me alcanzó, le propiné en el hocico con el puñado de arena compacto, por milagros del destino, se veía que no era un animal entrenado para atacar, sino más bien, para ladrar si alguien escapaba y seguramente lo que le atraía de mí era que estaba corriendo. Del golpe, el perro dio un salto atrás y salió gañitando mas del susto que de dolor, ése no se acercaría más a mí, seguro.

La orilla había dejado trozos de ramas, maderos, botellas de plástico vacías, algas y mucha basura que había quedado varada en la arena. Algo me llamó la atención,  paré en seco di un paso atrás y cogí algo medio enterrado en la oscura arena, un trozo de hierro oxidado, seguramente un gran clavo procedente del armazón de un barco, mucho más ancho en la cabeza que la afinada punta, lo agarré con fuerza, pensando que podría en un momento dado, defenderme con él, a modo de pincho.

Esta casi extenuado, pero suponía que ellos también, llevábamos un buen rato corriendo, pero los malditos me ganaban terreno, mi falta de energía se hacía notar y llegó un momento en que mis fuerzas flaquearon, miré hacia atrás y allí estaban, a no más de veinte metros, el más joven se sonreía, al ver que me tenían casi en sus manos.

Llegó el momento de encararme con ellos, pues la carrera no iba a ningún lado y no podía evitar lo inevitable. Paré y sin aliento, me di la vuelta. Ahí estaban, en sus caras se reflejaba la satisfacción de haberme alcanzado, el más viejo llego unos segundos más tarde, puso sus manos en las rodillas y escupió en la arena, jadeando para llenar sus pulmones de aire, se notaba que el esfuerzo le había afectado mucho más que el otro.

Me cuidé mucho de no hacer notar la púa de hierro que escondía en el anverso del brazo, esperando el momento de atacar. El más joven, de tez morena y barba de varios días fue el primero en acercarse, el perro miraba expectante sentado en sus cuartos traseros, a una distancia prudencial. Yo fingía estar más cansado de lo que realmente estaba y cuando estuvo a un metro de mí, me lancé, vi la sorpresa en su mirada, de un tajo rápido, le clavé el puntiagudo hierro en el estómago, incluso antes de que supiera que estaba pasando, le asesté dos puntadas más en el pecho, la segunda entró entre las costillas y seguramente dio en su acelerado corazón. Cayó de rodillas, mirándome a los ojos, la perplejidad se reflejaba en ellos y mientras un grueso chorro de sangre se mezclaba con la arena húmeda de la playa, cayó de costado, dando los últimos estertores de su miserable vida.

El más viejo paso de la cara de sorpresa a una mirada de odio, de entre sus ropas sacó un chuchillo curvo y viendo que aquella persecución no iba a ser tan fácil como se pensaba, se aprestó a encararme medio agachado. Por su postura adiviné que en esto de pelear arma en mano, no era un advenedizo y pensé que aquí si que iba a terminar todo. -Maldita sea-, pensé, la libertad estaba al alcance de mi mano, no quedaba otra que defenderme con uñas y dientes.

Nos enfrentamos, el uno frente al otro, mirándonos a los ojos, éste tenía un rostro aún más curtido y cetrino que el otro, un  poco de barba mal cuidada y con trazos grises aquí y allá, sus manos oscuras empuñaban el cuchillo, que al mover el brazo, de vez en cuando reflejaban los rayos del Sol. Al fin me decidí y salté hacia él, adelantando la mano armada, por la sorpresa del ataque casi le alcanzo en el costado, pero hábilmente lo esquivó y lanzó un tajo hacia mi cara, escuché el zumbido del aire, al pasar la hoja cerca de mi mejilla. Los nervios, la boca reseca, la luz del Sol reflejada en la arena mojada, casi podían más que el instinto de supervivencia, pero la sensación de peligro ponía mis sentidos en máxima alerta.

Seguimos girando el uno frente al otro, la verdad es que sus ropas eran más un estorbo que otra cosa, ninguno de los dos nos decidíamos a atacar, de repente con un grito que me pilló de sorpresa, se lanzó hacia mí en una rápida zancada y me dio una puñalada en el costado izquierdo, rápidamente salté hacia delante y di media vuelta para volverme a encarar con él. No sentí ningún dolor, aunque al llevarme la mano al costado, note el líquido caliente que salía de la herida, me maldije por mi torpeza y un ligero temblor empezó a sacudirme, mi contrincante sonreía satisfecho, viendo como su presa tenía los minutos contados.

Entonces, como queriendo dar el golpe final, satisfecho de haber hecho la primera sangre, volvió a saltar de forma increíblemente rápida, queriendo pillarme otra vez por sorpresa, pero esta vez yo lo estaba esperando y con un giro rápido, lancé mi mano armada contra su cara, entre los jadeos de la lucha, se oyó claramente un sonido viscoso, como de pinchar una fruta madura y seguidamente un alarido, al volverse mi enemigo, observé que había acertado en su ojo izquierdo, cuyo líquido y sangre corría por su cara, él se llevaba la siniestra a la cara, preso de rabia y dolor, pero antes de que reaccionara, le di una patada en la mano derecha que le hizo perder su chuchillo y sin misericordia, le apuñalé varias veces y a gran velocidad en el cuello y pecho.

Aquel malnacido cayó en la arena con cara de sorpresa, escupiendo espumarajos rojos y oyendo el silbido del aire escapar por las heridas de su pecho. El perro al que había olvidado por completo, observaba algo alejado, después de haberse llevado lo suyo, no se atrevía a acercarse.

No tengo ni idea de si Luis lo había logrado, yo a duras penas, pero espero poder contarlo.

Quité la funda de su cintura y recogí el cuchillo de la arena de la playa, me lo ajusté en el pantalón, rompí un trozo de las vestiduras de mi perseguidor que se desangraba lentamente y me taponé como pude la herida de mí costado. De ésta guisa emprendí camino hacia el oeste, con el sol que empezaba a subir en el cielo a mi espalda, haciendo que caminara en pos de mi sombra, con la esperanza de encontrar alguna aldea de pescadores y salir clandestinamente del país.

Miré una última vez atrás y el perro se había acercado a su dueño y lo olía mientras daba vueltas a su alrededor.




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