La playa
Correría
el año ochenta y tres, trabajaba en un bazar de Ceuta, de esos que lo mismo te
vendían condones, que wisky, radiocasetes o un pijama chino, se curraba a
destajo, muchas horas, pero mal pagadas, casi al límite de la explotación, pero
había algo que prevalecía entre los que currábamos allí, era la camaradería. No
es que saliéramos juntos siempre o estuviéramos pendientes en nuestra vida
privada los unos de los otros, pero el estar puteados en un trabajo, hace que
se creen unos vínculos diferentes, son situaciones donde los que están al mismo
nivel, se unen, se tapan los fallos y defienden, para que el jefe no triunfe.
En
aquel entonces éramos cuatro los dependientes en la tienda, Paco, el mayor,
Miguel, Fernando y el mas jovenzuelo yo, Javi, con diecisiete años. Por
supuesto al ser el mas joven y novato, me gastaban gran cantidad de novatadas,
pero al fin y al cabo al final nos reíamos todos y lo primero era burlar la
vigilancia del jefe, tarea en la que nos convertimos en unos especialistas.
Cuando no había clientela nos buscábamos la vida en el almacén para hacer como
que currábamos pero sin hacer nada, pues allí nunca se podía estar de manos
cruzadas, así de cabrón era el susodicho.
También
de vez en cuando quedábamos, para ir a tomar algo, pero lo mejor eran las
excursiones a la playa, a pasar la noche junto a una hoguera. Íbamos a una zona
de Ceuta conocida como Calamocarro, junto a la carretera de Benzú, que discurre
junto al mar y cruzando la misma, el monte. La mayor parte de las playas de
aquí son de acantilados, roquedales y grava, alguna tiene arena, pero aportada
por dragas, pero como digo casi todo son cantos rodados, de mayor o menor
tamaño, redondeados por siglos de embates del oleaje, algunos del tamaño de un
melón, pero en otras zonas como cuentas de un collar. Esto hace que el agua,
que da a la cara mas atlántica, además de fría, sea totalmente transparente, de
modo que con el mar en calma, se puede ver perfectamente el fondo marino, e
incluso las criaturas que bien en él.
Un
Sábado quedamos para echar la noche en una de esas pequeñas calas, en un lugar
con la grava mas fina, para no dejarnos los riñones en el suelo. Por una rampa
que bajaba a la playa, bajamos las motos, Paco con su Derbi Tricampeona, de
color oro viejo, la de choteos que nos dábamos con lo de tricampeona y yo con
un Vespino, donde los cuatro nos desplazamos con todo lo necesario para pasar
la noche. En los ochenta no había tanta gilipollez con la seguridad e ir cuatro
tipos en dos ciclomotores hasta las trancas de bultos, no era motivo para poner
en riesgo la seguridad nacional, ni ser unos delincuentes, como ocurre hoy en
día.
Así
que bajamos las motos y las colocamos en ángulo, dando la espalda al aire
predominante de poniente, tapamos con unos toldos los laterales e hicimos con
una vieja manta, un precario techo, amarrado a unas piedras y a las motos.
Mucho vino y Coca Cola para beber, de comer, pues era lo de menos, bocadillos y
algún embutido o lata. Luego un hueco en la arena y con unas buenas piedras
alrededor, a buscar madera por la playa y todo estaba listo.
Lo
que no podía faltar, por supuesto, era el radio casete y un buen puñado de
cintas, sobre todo rock, metal y progresivo, música electrónica, etc…
Caía
el sol, la hoguera encendida y entre sorbo y sorbo de calimocho, venían las
bromas, las charlas, las confidencias que solo la amistad mezclada con alcohol,
pueden hacer posible. Después de comer, beber y a gusto con el mundo, tumbados
en la esterillas, tapados con mantas o sacos de dormir, escuchábamos en la
radio a Pink Floid, a bajo volumen, La cara oculta de la Luna, aderezada con el
rumor de las olas y el soplo del viento, la hora mágica, cuando el sopor del
alcohol y Tangerine Dreams, con sus ecos electrónicos y el sonido del mar, roto
solamente con el rumor de algún coche que pasaba por la carretera, con casi
nula circulación a esa hora de la noche. La hora de los sueños, la hora de los
pensamientos que vuelan alto, la música que te hacía viajar entre la vigilia y
el sueño a lugares ignotos.
Bien
entrada la madrugada, con unas ganas de mear tremendas, me despierto, con el
cuerpo algo dolorido por dormir en una esterilla, me apoyo en los hombros y
varios pares de ojos brillantes me miran desde la oscuridad, miro bien y era
una camada de perros asilvestrados, que seguramente al olor de las sobras de
comida, andaban alrededor nuestro para ver que podían llevarse. Me siento y
despierto a los otros, “¡Oye, que estos cabrones nos van a comer!”, todos
dieron un salto para espantarlos, alguno de los perros gruñeron y se
enfrentaron, hasta que uno de nosotros con un palo los hizo correr a lo largo
de la playa.
“¿Qué
hora es?”, preguntó alguien, podrían ser las cuatro o las cinco de la
madrugada, después del susto, nos volvimos a tumbar, reavivé la candela medio
apagada y de paso seguimos escuchando música a media voz, como si te susurraran
los acordes al oído.
Al
otro día , tocaba recoger, los cuerpos doloridos, pero con la juventud todo se
lleva mejor, con el día y la luz del Sol, se acababa la magia, volvíamos a la
realidad. Mañana Lunes tocaba trabajar y volver a la rutina, pero ya habrían
mas ocasiones de pasar una noche de acampada.
Con
el tiempo cambié de trabajo y ellos también lo fueron haciendo, y aunque
coincidía con algunos de mis excompañeros de trabajo en ocasiones, ya no era lo
mismo, ley de vida, después de tantos años y yo fuera de mi tierra, no sé nada
de ellos, creo que siguen en Ceuta, como casi todos, casados, con hijos, con
otros problemas y alegrías, pero esos viejos recuerdos, esos pequeños momentos
mágicos, perdurarán en mi mente siempre.
Playa de Calamocarro en Ceuta.
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