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domingo, 13 de noviembre de 2022

La playa.

 

La playa

 

Correría el año ochenta y tres, trabajaba en un bazar de Ceuta, de esos que lo mismo te vendían condones, que wisky, radiocasetes o un pijama chino, se curraba a destajo, muchas horas, pero mal pagadas, casi al límite de la explotación, pero había algo que prevalecía entre los que currábamos allí, era la camaradería. No es que saliéramos juntos siempre o estuviéramos pendientes en nuestra vida privada los unos de los otros, pero el estar puteados en un trabajo, hace que se creen unos vínculos diferentes, son situaciones donde los que están al mismo nivel, se unen, se tapan los fallos y defienden, para que el jefe no triunfe.

En aquel entonces éramos cuatro los dependientes en la tienda, Paco, el mayor, Miguel, Fernando y el mas jovenzuelo yo, Javi, con diecisiete años. Por supuesto al ser el mas joven y novato, me gastaban gran cantidad de novatadas, pero al fin y al cabo al final nos reíamos todos y lo primero era burlar la vigilancia del jefe, tarea en la que nos convertimos en unos especialistas. Cuando no había clientela nos buscábamos la vida en el almacén para hacer como que currábamos pero sin hacer nada, pues allí nunca se podía estar de manos cruzadas, así de cabrón era el susodicho.

También de vez en cuando quedábamos, para ir a tomar algo, pero lo mejor eran las excursiones a la playa, a pasar la noche junto a una hoguera. Íbamos a una zona de Ceuta conocida como Calamocarro, junto a la carretera de Benzú, que discurre junto al mar y cruzando la misma, el monte. La mayor parte de las playas de aquí son de acantilados, roquedales y grava, alguna tiene arena, pero aportada por dragas, pero como digo casi todo son cantos rodados, de mayor o menor tamaño, redondeados por siglos de embates del oleaje, algunos del tamaño de un melón, pero en otras zonas como cuentas de un collar. Esto hace que el agua, que da a la cara mas atlántica, además de fría, sea totalmente transparente, de modo que con el mar en calma, se puede ver perfectamente el fondo marino, e incluso las criaturas que bien en él.

Un Sábado quedamos para echar la noche en una de esas pequeñas calas, en un lugar con la grava mas fina, para no dejarnos los riñones en el suelo. Por una rampa que bajaba a la playa, bajamos las motos, Paco con su Derbi Tricampeona, de color oro viejo, la de choteos que nos dábamos con lo de tricampeona y yo con un Vespino, donde los cuatro nos desplazamos con todo lo necesario para pasar la noche. En los ochenta no había tanta gilipollez con la seguridad e ir cuatro tipos en dos ciclomotores hasta las trancas de bultos, no era motivo para poner en riesgo la seguridad nacional, ni ser unos delincuentes, como ocurre hoy en día.

Así que bajamos las motos y las colocamos en ángulo, dando la espalda al aire predominante de poniente, tapamos con unos toldos los laterales e hicimos con una vieja manta, un precario techo, amarrado a unas piedras y a las motos. Mucho vino y Coca Cola para beber, de comer, pues era lo de menos, bocadillos y algún embutido o lata. Luego un hueco en la arena y con unas buenas piedras alrededor, a buscar madera por la playa y todo estaba listo.

Lo que no podía faltar, por supuesto, era el radio casete y un buen puñado de cintas, sobre todo rock, metal y progresivo, música electrónica, etc…

Caía el sol, la hoguera encendida y entre sorbo y sorbo de calimocho, venían las bromas, las charlas, las confidencias que solo la amistad mezclada con alcohol, pueden hacer posible. Después de comer, beber y a gusto con el mundo, tumbados en la esterillas, tapados con mantas o sacos de dormir, escuchábamos en la radio a Pink Floid, a bajo volumen, La cara oculta de la Luna, aderezada con el rumor de las olas y el soplo del viento, la hora mágica, cuando el sopor del alcohol y Tangerine Dreams, con sus ecos electrónicos y el sonido del mar, roto solamente con el rumor de algún coche que pasaba por la carretera, con casi nula circulación a esa hora de la noche. La hora de los sueños, la hora de los pensamientos que vuelan alto, la música que te hacía viajar entre la vigilia y el sueño a lugares ignotos.

Bien entrada la madrugada, con unas ganas de mear tremendas, me despierto, con el cuerpo algo dolorido por dormir en una esterilla, me apoyo en los hombros y varios pares de ojos brillantes me miran desde la oscuridad, miro bien y era una camada de perros asilvestrados, que seguramente al olor de las sobras de comida, andaban alrededor nuestro para ver que podían llevarse. Me siento y despierto a los otros, “¡Oye, que estos cabrones nos van a comer!”, todos dieron un salto para espantarlos, alguno de los perros gruñeron y se enfrentaron, hasta que uno de nosotros con un palo los hizo correr a lo largo de la playa.

 

“¿Qué hora es?”, preguntó alguien, podrían ser las cuatro o las cinco de la madrugada, después del susto, nos volvimos a tumbar, reavivé la candela medio apagada y de paso seguimos escuchando música a media voz, como si te susurraran los acordes al oído.

Al otro día , tocaba recoger, los cuerpos doloridos, pero con la juventud todo se lleva mejor, con el día y la luz del Sol, se acababa la magia, volvíamos a la realidad. Mañana Lunes tocaba trabajar y volver a la rutina, pero ya habrían mas ocasiones de pasar una noche de acampada.

Con el tiempo cambié de trabajo y ellos también lo fueron haciendo, y aunque coincidía con algunos de mis excompañeros de trabajo en ocasiones, ya no era lo mismo, ley de vida, después de tantos años y yo fuera de mi tierra, no sé nada de ellos, creo que siguen en Ceuta, como casi todos, casados, con hijos, con otros problemas y alegrías, pero esos viejos recuerdos, esos pequeños momentos mágicos, perdurarán en mi mente siempre.


 Playa de Calamocarro en Ceuta.



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